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Dios me ama a mí

Foto del escritor: Dr. Esther PortesDr. Esther Portes

“Jehová se manifestó a mí hace ya mucho tiempo, diciendo: Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia”. Jeremías 31:3

Al leer la historia del pueblo de Israel, es natural considerar lo desafiante que resultaría amar a individuos de esa índole. No obstante, Dios los amó, no solo a ellos, sino también a nosotros (Juan 3:16). La maravilla de la divinidad radica en que su amor no está condicionado a nuestra valía o a ser lo suficientemente buenos para merecerlo; nos ama desde antes de nuestra creación. La noción de la eternidad escapa a nuestra comprensión plena mientras vivimos en este mundo terrenal. Aquí, el tiempo nos limita y nos resulta arduo concebir algo más allá de sus confines. Sin embargo, el amor de Dios es atemporal: inició antes de la creación del mundo y perdurará más allá de la renovación de este. 


Las creencias solo se transforman con base en evidencias; no es factible cambiar una creencia sin evidencias que desafíen las preconcebidas. La Biblia abunda en pruebas que revelan el amor de Dios por sus hijos. A veces nos cuesta aceptar que el amor de Dios es para cada uno de nosotros de manera personal, no solo grupalmente. No obstante, es factible cambiar esta creencia colectiva por una individual y personal con Dios. Todo comienza al decidir modificar nuestra percepción de Dios y sumergirnos en un aprendizaje personal y adaptado a nuestras preferencias. Al adquirir nuevos conocimientos, es fundamental cuestionar las creencias que contradicen lo que la Biblia nos enseña sobre Dios. Al reconocer nuevas evidencias, podemos abrir los ojos a nuestras experiencias diarias y percibir la mano de Dios en ellas, comprendiendo así que su amor es individual y personal hacia nosotros.


La grandeza del amor de Dios no se revela en eventos espectaculares o milagrosos, sino en las pequeñas rutinas diarias y en los momentos de soledad donde nuestras creencias fundamentales afloran, influyendo en nuestros pensamientos, sumiéndonos en la duda sobre la posibilidad de ser amados. En esos instantes, podemos recurrir a alguien en quien confiar, recordar las palabras dirigidas a otros como propias y alzar la mirada con la certeza de que "con amor eterno, Dios me ha amado, me ama y me amará".


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